0.1

En las calles las madejas del averno rotan alrededor de la mujer solitaria que se esconde,
mientras en la oscuridad las sombras transparentan la luz que dibuja las esferas del invierno,
y en la soledad del ermitaño sonido del palpitar de lluvia, se retuercen ecos pasados,
cuando en la esquina de la manzana muerta se revuelven miradas que circunscriben el enigma de la noche.
Y allí estoy yo, en el cruce roto de la cruz maldita donde ya no queda silencio inquieto,
donde ya no se renuevan los arcos del azul lunar del cielo que mece con manos muertas el tiempo,
sigo escuchando el mismo canto y alegoría de antaño, salpicando la acera rota a mi paso,
y la nostalgia se apodera una vez más de mi llanto,
mientras se apagan una vez más las luces del desencanto entre la niebla.

Veo en tu mirada las últimas notas que se quiebran,
y la luz sosegada de neón que me atrapa,
mientras descansas en el espacio invisible,
donde la materia de tu cuerpo se desvanece sola.
Solo quedamos los dos, abrazados por el destino,
en un recuerdo infinito en el vacio desdibujado,
y el camino se ilumina una vez más, solitario,
rodeando las figuras en un sentimiento eterno.
Y algo espera detrás de la arena, en silencio,
transitando el tiempo como si fuera la última vez,
entregando con manos abiertas el mensaje de las estrellas,
y el cosmos atrapándonos a lo largo de la noche encendida.

La nieve golpea el suelo con su pureza infinita,
mientras suenan las campanas de plástico,
y el agua se tambalea recogida,
en una sinfonía atonal asincrónica,
mientras las aves contemplan los ecos del futuro,
y se escapa entre mis manos la niebla del destino,
embaucado entre sombras, en el centro del bosque sacro.